
Una y otra vez, el pitido ensordecedor del claxon de un coche me taladra el oído. Hay un par de furgonetas mal aparcadas, que entorpecen la salida de los coches que entran a la Plaza, y ya va un rato la cosa así. Hace frío en media España, una ola de frío que ha hecho que la nieve se pasee por todos lados, por la prensa que la anuncia, por los informativos que la retransmiten, y por los que vemos la nieve de lejos, ya ni si quiera los frigoríficos tienen nieve o escarcha con la que pelearse para sacar una bandeja de filetes de carne. Los viernes por la tarde van con la prisa etiquetada, los niños salen del cole, y con el mismo brío con el que se ponen a hacer sus tareas semanales, decaen en sus obligaciones y aparcan la mochila en un rincón del cuarto. La merienda no falta, eso sí, más sosegada, más tranquila. Pero la lucha son los deberes, que terminen por asimilar esa tarea como el que se lava las manos antes de sentarse a la mesa para comer. Estas Navidades han sido de resfriado mal curado, de gripe, de días de frío en el cuerpo, y una se resiente, porque parece ir a medio gas. 17 y 43 de la tarde, bufanda en plan serpiente enrollada a mi cuello, y la chaquetilla polar para que los riñones no se resientan. Me apetece tan poco salir a comprar, pero el frigo me dice que faltan yogures, y unos cuantos vegetales para las ensaladas.
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