lunes, 25 de octubre de 2010

. Por aquellos tiempos, el cementerio de La Alberca era una zona a visitar durante varios días, los previos, los previos a los previos, y el día en cuestión. Los cipreses que van desde la entrada, nos enseñaban esos panteones que perfilaban una calle singular. Los del pueblo, los que más o menos tenían cuartos, en primera fila, con sus puertas, sus ventanas, luego las calles aledañas, con sus casicas de muerto menguando en tamaño que no en esmero. Ir de pequeña con los abuelos las tardes previas a arreglar los panteones era cosa curiosa, allí se olía a muerto, a humedad. Veía desfilar a madres con sus medallones de hijos o de maridos en el pecho, en tonos sepia, colgados del cuello, viviendo en vida a través de los ojos que les recordaban. Se olía a lejía, así como a una mezcla entre crisantemos y claveles, las rosas era para cosas más especiales. Accidentes de tráfico, muertes recientes, niños, pero lo que más abundaba era el clavel y el crisantemo, y el olor a agua humeda, a tierra humedecida que iba bordeando el cementerio entero. Y a vela, a cirio rojo de esos que daban candela, y que iluminaban el camposanto como una pequeña tarta de cumpleaños en honor de todos los que se fueron.

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